FRANK SINATRA ESTÁ RESFRIADO
Con un vaso de bourbon en una mano y un cigarrillo en la otra, Frank Sinatra se hallaba de pie en un rincón oscuro de la barra, entre dos atractivas pero ya algo mustias rubias que esperaban sentadas a que él dijera algo. Pero él no decía nada; había estado callado casi toda la noche, salvo que ahora en este club privado de Beverly Hills parecía todavía más distante, extendiendo la vista entre el humo y la semipenumbra hacia un amplio recinto más allá de la barra donde decenas de jóvenes parejas se apretujaban en torno a unas mesitas o se retorcían en medio de la pista al metálico y estrepitoso ritmo de la música folk-rock que salía a todo volumen del estéreo. Las dos rubias sabían, como sabían los cuatro amigos de Sinatra que aguardaban a un lado, que era mala idea forzarlo a conversar cuando él andaba en esa vena de silencio hosco, humor que no había sido nada raro en esa primera semana de noviembre, a un mes apenas de cumplir cincuenta años.
Sinatra venía trabajando en una película que ya no le gustaba, que no veía la hora de acabar; estaba harto de toda esa publicidad sobre sus salidas con la veinteañera Mia Farrow, que hoy no estaba visible; estaba enfadado por las noticias de que un documental sobre su vida que la cadena CBS iba a presentar en dos semanas se inmiscuía en su privacidad, especulando incluso sobre una posible amistad suya con jefes de la mafia; estaba preocupado por su papel protagónico en un programa de una hora de la NBC titulado Sinatra: Un hombre y su música, en el que tendría que cantar dieciocho canciones con una voz que en ese preciso momento, a pocas noches de comenzar la grabación, estaba débil y vacilante y áspera. Sinatra estaba enfermo. Era víctima de un mal tan común que la mayoría de las personas lo consideraría trivial. Pero cuando este mal le cae a Sinatra, puede precipitarlo en un estado de angustia, de profunda depresión, de pánico, inclusive de ira. Frank Sinatra tenía gripe.
Sinatra con gripe es Picasso sin pintura, Ferrari sin combustible… sólo que peor. Porque el resfriado común le roba a Sinatra esa joya no asegurable, la voz, horadando hasta el corazón de su confianza; y no sólo le afecta la propia psique sino que parece generar una suerte de secreción nasal sicosomática en cantidad de personas que trabajan para él, que beben con él, que lo aman, que dependen de él para su propio bienestar y estabilidad. Sin duda, un Sinatra con gripe puede, en modesta escala, desatar vibraciones por toda la industria del entretenimiento y más allá, tal como un presidente de los Estados Unidos, enfermo de repente, puede estremecer la economía de la nación.
Pues Frank Sinatra estaba ahora involucrado con muchas cosas que involucraban a muchas personas: su propia compañía de cine, su compañía disquera, su aerolínea privada, su empresa de partes de misiles, sus propiedades raíces en todo el país, su servicio personal de setenta y cinco empleados, todo esto una porción apenas del poder que él es y que ha llegado a representar. Parecería también haberse convertido en la encarnación del macho completamente emancipado, quizás el único en América, el hombre que puede hacer lo que le venga en gana, cualquier cosa, que puede hacerlo porque tiene el dinero, la energía y al parecer la falta de culpa. En una época en que los muy jóvenes parecerían tomarse el mando, con protestas, piquetes y exigencias de cambio, Frank Sinatra sobrevive como un fenómeno nacional, uno de los primeros productos de preguerra en haber resistido la prueba del tiempo. Es el campeón que reapareció por la puerta grande, el hombre que lo tuvo todo, lo perdió y lo volvió a recuperar, sin permitir que nada se interpusiese en su camino, haciendo lo que pocos hombres pueden: desarraigó su vida, dejó a su familia, rompió con todo lo que le era familiar, aprendiendo en el proceso que una manera de retener a una mujer es no reteniéndola. Ahora posee el cariño de Nancy y Ava y Mia, finos ejemplares femeninos de tres generaciones, y todavía cuenta con la adoración de sus hijos, la libertad de un soltero, no se siente viejo, hace que los viejos se sientan jóvenes, hace que piensen que si Frank Sinatra puede hacerlo, entonces puede hacerse; no que ellos puedan hacerlo, pero así y todo a otros hombres les agrada saber, a los cincuenta, que aquello puede hacerse.
Pero ahora, allí parado en ese bar de Beverly Hills, Sinatra tenía gripe y seguía tomando en silencio y parecía a millas de distancia en su mundo privado, sin reaccionar siquiera cuando el equipo estéreo del otro recinto cambió a una canción suya: In the Wee Small Hours of the Morning.
Se trata de una hermosa balada que había grabado por primera vez hacía diez años, y ahora motivaba a numerosas parejas de jóvenes que se habían sentado, cansadas del twist, a levantarse y empezar a moverse lentamente por la pista de baile en un apretado abrazo. La entonación de Sinatra, vocalizada con toda precisión y sin embargo rica y fluida, le daba un sentido más hondo a la sencilla letra: “En las pequeñas horas del amanecer/ mientras el mundo entero duerme profundamente/ yaces despierto y piensas en la chica…”. Era, como tantos clásicos suyos, una canción preñada de soledad y sensualismo, y que mezclada con la luz tenue y el alcohol y la nicotina y las necesidades de la alta noche, se convertía en una especie de vaporoso afrodisíaco. Sin lugar a dudas las letras de esta canción y otras parecidas habían puesto de humor a millones de personas: era música para hacer el amor, y sin duda mucho amor se había hecho con ella por toda Norteamérica, de noche en los automóviles mientras las baterías se agotaban, en las cabañas junto al lago, sobre las playas en las templadas noches veraniegas, en parques retirados y penthouses exclusivos y habitaciones amuebladas; en camarotes de cruceros y taxis y casetas; en todas partes donde se pudieran oír canciones de Sinatra sonaban estas palabras que calentaban, cortejaban y conquistaban mujeres, cercenaban el último hilo de inhibición y gratificaban los egos masculinos de los ingratos amadores: dos generaciones de hombres se habían beneficiado de estas baladas, por lo que estaban eternamente en deuda con él, por lo que acaso eternamente lo odiarían. No obstante, ahí estaba él, el hombre en persona, a altas horas de la noche, en Beverly Hills, fuera del alcance de tiro.
Las dos rubias, que parecían estar por los lados de los treinta y cinco, se veían acicaladas y pulidas, sus cuerpos maduros moldeados suavemente por unos oscuros trajes de chaqueta. Cruzaban las piernas, encaramadas en los altos taburetes de la barra. Escuchaban la música. Entonces una de ellas sacó un kent y Sinatra se apresuró a ponerle debajo su encendedor de oro, y ella le sostuvo la mano, mirándole los dedos: eran nudosos y despellejados, y los meñiques sobresalían, tan tiesos por la artritis que a duras penas los podía doblar. Como de costumbre, él vestía de manera inmaculada. Llevaba un traje gris oscuro con chaleco, un traje de corte conservador por fuera pero ribeteado por dentro en seda colorida; sus zapatos, británicos, parecían lustrados hasta por las suelas. También llevaba, cosa que al parecer sabía todo el mundo, un muy convincente peluquín, uno de los sesenta que posee, en su mayor parte a cargo de una imperceptible señora de pelo gris que lo sigue, con el pelo del artista en una carpetilla diminuta, dondequiera que se presenta. Ella gana 400 dólares por semana. Lo más distintivo del rostro de Sinatra son los ojos, azules claros, alertas, ojos que en un segundo pueden ponerse fríos de la rabia o arder de afecto o, como ahora, reflejar un vago desprendimiento que mantiene callados y apartados a sus amigos.
Leo Durocher, uno de los amigos más cercanos de Sinatra, jugaba ahora pool en la salita que había detrás de la barra. De pie junto a la puerta estaba Jim Mahoney, el agente de prensa de Sinatra, un joven algo rechoncho, de quijada cuadrada y ojos estrechos, que tendría aspecto de detective irlandés de no ser por los costosos trajes europeos que se pone y sus exquisitos zapatos a menudo adornados con hebillas bruñidas. También ahí cerca estaba un actor corpulento, de espaldas anchas, 200 libras, llamado Brad Dexter, que a todas horas parecía sacar pecho para que no se le viera la barriga.
Brad Dexter ha aparecido en varias películas y programas de televisión, exhibiendo buen talento como actor de carácter, pero en Beverly Hills es igualmente conocido por el papel que desempeñó en Hawai hace dos años cuando nadó doscientas yardas para salvar a Sinatra de ahogarse en una corriente de resaca. Desde ese día Dexter ha sido uno de los compañeros constantes de Sinatra y fue nombrado productor en su empresa de cine. Ocupa una lujosa oficina cerca de la suite ejecutiva de Sinatra. Busca sin descanso derechos literarios que puedan convertirse en nuevos papeles estelares para Sinatra. Cuando quiera que junto con Sinatra se encuentran entre extraños, se preocupa porque sabe que Sinatra les saca lo mejor y lo peor a las personas: algunos tipos se ponen agresivos, algunas mujeres se ponen seductoras, otros se quedan evaluándolo con escepticismo, el lugar como que se intoxica con su mera presencia, y a lo mejor el propio Sinatra, si se siente tan mal como esta noche, podría ponerse intolerante o tenso, y entonces: titulares. De modo que Brad Dexter trata de anticiparse al peligro y prevenir a Sinatra con antelación. Confiesa que se siente muy protector con Sinatra, destapándose, en un momento de franqueza: “Mataría por él”.
Aunque esta afirmación podría parecer de un dramatismo estrafalario, particularmente si se saca de contexto, expresa sin embargo la fiera lealtad que es bastante común dentro del círculo especial de Sinatra. Es una característica que Sinatra, sin admitirlo, parece preferir: Hasta el final. Todo o nada. Ése es el siciliano que hay en él: no les permite a sus amigos, si quieren seguir siéndolo, ninguna de las fáciles dispensas anglosajonas. Pero si le son fieles, no hay nada que por su parte Sinatra deje de hacer: fabulosos regalos, gestos personales, ánimo cuando están abatidos, adulación cuando están en la cima. No obstante, más les conviene recordar una cosa. Él es Sinatra. El jefe. Il Padrone.
El verano pasado yo había visto parte de ese lado siciliano de Sinatra en la taberna de Jilly, en Nueva York, la única vez previa que pude verlo de cerca antes de esa noche en el club de California. Jilly’s, que está en la calle 52 Oeste de Manhattan, es el abrevadero de Sinatra cuando se encuentra en Nueva York, y hay allí, apoyada contra la pared, una silla especial reservada para él en el salón trasero, silla que nadie más puede usar. Cuando él la ocupa, sentado ante una mesa larga, flanqueado por sus amigos neoyorquinos más cercanos (que incluyen al tabernero, Jilly Rizzo y la esposa de Jilly, Honey, mujer de cabellos cerúleos y conocida como la “Judía Azul”), tiene lugar una bastante extraña escena ritualista. En aquella noche, decenas de personas, algunas de ellas amistades ocasionales de Sinatra, algunas simples conocidas, algunas ni lo uno ni lo otro, aparecieron a las puertas de la taberna. Se iban acercando como a un santuario. Habían venido a presentar sus respetos. Venían de Nueva York, Brooklyn, Atlantic City, Hoboken. Eran actores viejos, actores jóvenes, antiguos boxeadores profesionales, trompetistas cansados, políticos, un chico de bastón. Había una señora gorda que decía recordar cuando Sinatra lanzaba el periódico The Jersey Observer al porche de su casa allá en 1933. Había parejas de edad mediana que decían haber oído cantar a Sinatra en el Rustic Cabin en 1938, “¡Y supimos que era un ganador!”. O que lo habían oído cuando estaba con la orquesta de Harry James en 1939 o la de Tommy Dorsey en 1941 (“Ajá, esa era la canción: I’ll Never Smile Again… la cantó una noche en aquel antro cerca de Newark y bailamos…”); o recordaban esa vez en el teatro Paramount con esas chicas desmayadas, y él con esos corbatines… la voz; y una mujer recordaba a ese muchachito horrible conocido de ella, Alexander Dorogokupetz, un bochinchero de dieciocho años que le había arrojado un tomate a Sinatra, y las tobilleras de la galería querían matarlo a palos. ¿Qué sería de Alexander Dorogokupetz? La señora no lo sabía.
Y se acordaban de cuando Sinatra era un fracaso y cantaba basura como Mairzy Doats, y se acordaban de su resurgimiento; y esa noche todos ellos se congregaban a las puertas de la taberna de Jilly, decenas de ellos, pero no podían entrar. Algunos se marchaban. Pero la mayoría se quedaba, con la esperanza de que en breve podrían abrirse paso a estrujones o escurrirse en el recinto por entre los codos y los traseros de la barrera de tres hombres de espesor que bebían en la barra, y podrían echar un vistazo y verlo allá sentado al fondo. Eso era todo lo que en realidad querían: querían verlo. Y por unos instantes alargaban en silencio la vista por entre el humo y se quedaban mirándolo. Y entonces daban media vuelta, salían a empellones de la barra y volvían a sus casas.
Algunos amigos cercanos de Sinatra, todos ellos conocidos por los hombres que montan guardia en la puerta de Jilly’s, sí consiguen introducir un acompañante al salón de atrás. Pero una vez allí, también éste se las debe arreglar por su cuenta. En esa noche en particular, Frank Gifford, el ex jugador de fútbol americano, avanzó apenas siete yardas en tres enviones. Otros que alcanzaban a acercarse lo suficiente para estrecharle la mano a Sinatra, no se la estrechaban; se limitaban, en cambio, a tocarlo en el hombro o la manga, o simplemente se arrimaban para que los pudiera ver, y una vez él les hacía un guiño de reconocimiento o una inclinación de cabeza o pronunciaba sus nombres (tiene una memoria fabulosa para los nombres de pila), procedían a dar media vuelta y marcharse. Habían comparecido. Habían presentado sus respetos. Y al observar esta escena ritual tuve la impresión de que Frank Sinatra habitaba simultáneamente dos mundos que no eran contemporáneos.
Por un lado él es el swinger, el hombre mundano, como cuando charla y bromea con Sammy Davis Jr., Richard Conte, Liza Minelli, Bernice Massi y demás personajes de la farándula que se pueden sentar ante la mesa; por el otro, como cuando saluda con la mano o una inclinación a sus paisanos que le son allegados (Al Silvani, mánager de boxeo que trabaja en la compañía cinematográfica de Sinatra; Dominic Di Bona, encargado de su vestuario; Ed Pucci, un ex delantero del fútbol que pesa 300 libras y es su edecán), Frank Sinatra es Il Padrone. O, mejor aún, uno de los que en Sicilia tradicionalmente se han llamado uomini rispettati: hombres respetados, hombres que son al mismo tiempo majestuosos y humildes, hombres amados por todos y muy generosos por naturaleza, hombres cuyas manos son besadas mientras caminan de pueblo en pueblo, hombres que personalmente se afanarían por reparar una injusticia.
Frank Sinatra hace las cosas personalmente. En navidad escoge personalmente decenas de regalos para su familia y amistades más cercanas, recordando la clase de joyas que les gustan, sus colores preferidos, las tallas de sus camisas y vestidos. Cuando la casa de un músico amigo suyo fue destruida y su esposa falleció por un deslave de lodo en Los Ángeles hace poco más de un año, Sinatra acudió personalmente en su ayuda, encontrando una nueva residencia para el músico, saldando las cuentas de hospital que el seguro dejó sin cancelar y por último supervisando personalmente el amueblamiento de la nueva casa, hasta la reposición del servicio de mesa, la ropa blanca, la compra de nuevas prendas de vestir.
El mismo Sinatra que hizo esto puede, en el espacio de una misma hora, explotar en un violento acceso de intolerancia si alguno de sus paisanos ejecuta mal algún nimio encargo suyo. Por ejemplo, cuando uno de sus hombres le trajo una salchicha untada de ketchup, que Sinatra aborrece a todas luces, lleno de ira le arrojó la botella al tipo, salpicándolo todo. La mayoría de los hombres que trabajan junto a Sinatra son grandes. Pero esto nunca parece intimidar a Sinatra ni sofrenar su comportamiento impetuoso con ellos cuando se enfurece. Jamás le devolverían el golpe. Él es Il Padrone.
Otras veces, por darle gusto, sus hombres sobrerreaccionan a sus deseos: un día en que observó de paso que el gran jeep para el desierto que mantiene en Palm Springs tal vez necesitaba una nueva pintura, la palabra recorrió a toda prisa los canales, cobrando cada vez más urgencia en el trayecto, hasta que acabó siendo la orden de que pintaran el jeep en el acto, inmediatamente, para ayer. Hacerlo requería contratar un equipo especial de pintores que trabajara toda la noche a tarifas de horas extras; lo que a su vez significaba que la orden tenía que retornar conducto arriba para su aprobación complementaria. Cuando por fin llegó a su escritorio Sinatra no entendía de qué se trataba; cuando cayó en la cuenta, confesó, con cara de cansancio, que no le importaba cuándo diantres le pintaban el jeep.
Así y todo no habría sido prudente para nadie tratar de adivinar su reacción, puesto que él es un tipo completamente impredecible, de variados humores y amplia dimensión, un hombre que responde de inmediato al instinto: de repente, de manera dramática, a locas responde, y nadie puede predecir qué es lo que sigue. La señorita Jane Hoag, una reportera de la oficina de Life en Los Ángeles que había asistido al mismo colegio que Nancy, la hija de Sinatra, recibió una vez invitación a una fiesta en la casa de California de la señora de Sinatra en la que Frank Sinatra, que mantiene relaciones cordiales con su ex esposa, oficiaba de anfitrión. Temprano en la fiesta la señorita Hoag, que se apoyaba en una mesa, sin querer tumbó con el codo uno de un par de pájaros de alabastro que había en ella, el cual se hizo trizas contra el piso. En el acto, recuerda la señorita Hoag, la hija de Sinatra exclamó: “¡Ay, ese era uno de los preferidos de ma....!”. Pero no terminaba la frase y ya Sinatra le lanzaba una mirada feroz, callándola; y mientras los otros cuarenta invitados presentes contemplaban mudos la escena, Sinatra caminó hasta ella, procedió a derribar con el dedo el otro pájaro de alabastro, destrozándolo contra el suelo, y rodeó cariñosamente con el brazo a Jane Hoag, diciéndole, con una voz que la tranquilizó por completo: “Eso no es nada, nena”.
Ahora Sinatra les dirigió unas pocas palabras a las rubias. Después se alejó de la barra y caminó hacia el salón de billar. Uno de los amigos masculinos de Sinatra se acercó a las damas para hacerles compañía. Brad Dexter, que estaba en un extremo conversando de pie con otras personas, siguió a Sinatra.
En el salón restallaban las bolas de billar. Había cerca de una docena de espectadores, la mayoría hombres jóvenes que veían tacar a Leo Durocher contra otros aspirantes a fulleros que no eran muy buenos. Este establecimiento de bebidas cuenta entre sus miembros exclusivos a muchos actores, directores, escritores, modelos, muchos de ellos harto más jóvenes que Sinatra o Durocher y mucho más informales en la manera de vestir para la noche. Muchas de las jóvenes, de pelo largo y suelto que les caía debajo de los hombros, llevaban pantalones estrechos que les ceñían las nalgas y suéteres muy costosos; y unos cuantos de los jóvenes levaban camisas de terciopelo verde o azul y cuello alto, y pantalones estrechos y apretados con mocasines italianos.
Era obvio, por la forma como Sinatra miró a las personas del salón de billar, que no eran de su estilo; pero se recostó contra un taburete alto adosado a la pared, sosteniendo su trago en la mano derecha, sin decir nada, limitándose a ver a Durocher golpear las bolas de acá para allá. Los chicos jóvenes, acostumbrados a ver con frecuencia a Sinatra en el club, lo trataban sin deferencia, aunque sin decirle nada ofensivo. El grupo juvenil era cool, de un cool muy californiano e informal, y uno de los más cool parecía ser un tipo bajito, muy rápido de movimientos, que tenía un perfil muy angular, ojos azules pálidos, pelo castaño claro y gafas cuadradas. Llevaba un par de pantalones de pana, un suéter shetland peludo, una chaqueta de gamuza color canela y botas de guardabosque por las que hacía poco había pagado sesenta dólares.
Frank Sinatra, recostado en el taburete, entre sorbitos de nariz por lo de la gripe, no podía quitar la vista de las botas de guardabosque. En cierto momento, tras fijarse en ellas por un instante, desvió el rostro; pero ahora estaba otra vez concentrado en ellas. El dueño de las botas, que no hacía más que estar ahí con ellas puestas observando el juego, se llamaba Harlan Ellison, un escritor que acababa de terminar un guión de cine, El Oscar.
Al fin Sinatra no pudo contenerse más.
—¡Oye! —gritó con esa voz un poco áspera pero que aún tenía un dejo suave y nítido–. ¿Son botas italianas?
—No —dijo Ellison.
—¿Españolas?
—No
—¿Son botas inglesas?
—Mire: yo no sé, hombre —replicó Ellison, frunciéndole el ceño a Sinatra, antes de darle otra vez la espalda.
El salón de billar se sumió en el silencio. Leo Durocher, que se agachaba listo para tacar, se petrificó por un segundo en esa posición. Nadie se movía. Entonces Sinatra dejó su taburete y con ese lento y arrogante pavoneo tan suyo caminó hacia Ellison, el seco taconear de sus zapatos el único sonido en el recinto. Entonces, mirando desde arriba a Ellison, con una ceja un poco levantada y una sonrisita engañosa, Sinatra le preguntó:
—¿Espera una tormenta?
Harlan Ellison dio un paso al lado.
—Mire: ¿Hay alguna razón para que usted me hable?
—No me gusta su forma de vestir —dijo Sinatra.
Ahora se produjo un rumor en el salón y alguien dijo:
—Vamos, Harlan, larguémonos de aquí.
Y Leo Durocher dio su tacada y dijo:
—Ajá, vamos.
Pero Ellison no cedía.
—¿Qué hace usted? —le preguntó Sinatra.
—Soy plomero —dijo Ellison.
—No, no, no lo es —se apresuró a exclamar un hombre del otro lado de la mesa—. Él escribió El Oscar.
—Ah, sí —dijo Sinatra—. Bueno, pues yo la vi, y es una mierda.
—Qué raro —dijo Ellison—, porque ni siquiera la han estrenado.
—Bueno, pues yo la vi —volvió a decir Sinatra—, y es una mierda.
Ahora Brad Dexter, muy preocupado, muy grande al lado de la pequeña silueta de Ellison, dijo:
—Vamos, muchacho, no te quiero en esta sala.
—¡Eh! —Sinatra interrumpió a Dexter—. ¿No ves que hablo con el señor?
Dexter quedó confundido. Entonces toda su actitud cambió, y la voz se le puso suave y le dijo a Ellison, implorándole casi:
—¿Por qué se empeña en mortificarme?
La escena cobraba visos ridículos, y tal parecía que Sinatra hablaba sólo medio en serio, reaccionando tal vez por pura aburrición o desesperación íntima. En todo caso, tras otros cortos cruces de palabras, Harlan Ellison abandonó el sitio. A esas alturas el rumor del encuentro entre Sinatra y Ellison ya había llegado a oídos de los bailarines de la pista, y alguien fue a buscar al gerente del club. Pero otro dijo que el gerente ya se había enterado… y había salido disparado, saltado en el auto y arrancado para su casa. Así que el subgerente fue a la sala de billar:
—No quiero a nadie aquí sin chaqueta y corbata —exigió bruscamente Sinatra.
El subgerente asintió con un gesto y regresó a su oficina.
Era el día siguiente. Era el comienzo de otro día de nervios para el agente de prensa de Sinatra, Jim Mahoney. Mahoney tenía dolor de cabeza y estaba preocupado, pero no por el incidente Sinatra-Ellison de la víspera. Cuando eso Mahoney se encontraba con su mujer en una mesa del otro salón y a lo mejor ni siquiera se había dado cuenta del pequeño drama. Todo había durado apenas unos tres minutos. Y a los tres minutos de acabarse Frank Sinatra probablemente lo había olvidado hasta el fin de sus días… como Ellison probablemente lo recordara hasta el fin de los suyos: había tenido, como otros cientos de hombres, en un momento inesperado entre el ocaso y el alba, un altercado con Sinatra.
Más le valía a Mahoney no haber estado en la sala de billar. Para hoy ya tenía bastante en la cabeza. Estaba preocupado con el resfriado de Sinatra y preocupado por el polémico documental de la CBS, que pese a las protestas de Sinatra y la anulación de su permiso, sería presentado por la televisión en menos de dos semanas. Los periódicos de la mañana estaban llenos de insinuaciones de que Sinatra pensaba demandar a la cadena y los teléfonos de Mahoney timbraban sin parar, y ahora estaba conectado con Nueva York, hablando con Kay Gardella del Daily News, diciéndole:
—Es correcto, Kay… tenían un pacto de caballeros para no hacer preguntas sobre la vida privada de Frank y entonces llega Cronkite y va derecho: “Frank, cuénteme de esas asociaciones”. Esa pregunta, Kay… ¡out! Esa pregunta nunca ha debido hacerse.
Mahoney hablaba echado hacia atrás en su butaca de cuero, sacudiendo lentamente la cabeza. Es un hombre de treinta y siete años y un físico poderoso; tiene un rostro redondo y colorado, una quijada fuerte y ojos estrechos de color azul claro; y parecería un pendenciero si no hablara con tan clara y suave sinceridad y si no fuera tan meticuloso con la ropa. Sus trajes y zapatos hechos a la medida son espléndidos, una de las primeras cosas que Sinatra reparó en él, y en su espaciosa oficina, frente al bar, hay un lustrabotas eléctrico con un manguito rojo, y un par de hombros de madera en un perchero, sobre los cuales Mahoney ajusta sus chaquetas. Cerca del bar hay una fotografía autografiada del presidente Kennedy y unos cuantos retratos de Frank Sinatra, pero no los hay de Sinatra en las demás oficinas de la agencia de relaciones públicas de Mahoney. Una vez hubo una gran fotografía suya colgada en la recepción, pero tal parece que magulló los egos de otras estrellas de cine clientes de Mahoney y, en vista de que Sinatra de todos modos no se aparece por la agencia, la fotografía fue retirada.
Con todo, Sinatra parece estar siempre presente; y si Mahoney no tuviera preocupaciones legítimas respecto de Sinatra, como las tenía hoy, igual podría inventárselas; y como la preocupación ayuda, se ha rodeado de pequeños recuerdos de ocasiones pasadas cuando de veras estuvo preocupado. En su estuche de afeitar hay una caja de pastillas para el sueño de dos años de vieja preparada por un farmacéutico de Reno: la fecha en el frasco señala el secuestro de Frank Sinatra júnior. En una mesa de la oficina de Mahoney hay enmarcada una reproducción en madera de la nota de rescate de Frank Sinatra escrita en dicha ocasión. Una peculiaridad de Mahoney, cuando se sienta a preocuparse en su escritorio, es ponerse a juguetear con el trencito de juguete que mantiene en frente suyo. El tren es un souvenir del filme de Sinatra El expreso de Von Ryan; es a los hombres allegados a Sinatra lo que los broches de corbata del PT-109 son a los hombres que fueron cercanos a Kennedy… y entonces Mahoney se pone a rodar el trencito adelante y atrás sobre las seis pulgadas de vía; adelante y atrás, adelante y atrás, clic-clac, clic-clac. Es su tic estilo capitán Queeg .
Al fin Mahoney apartó rápidamente el trencito. La secretaria le avisaba que había una llamada muy importante en la línea. Mahoney contestó y su voz sonaba todavía más suave y sincera que antes:
—Sí, Frank —decía—. Correcto… correcto… sí, Frank.
Tras colgar el teléfono sin hacer ruido, Mahoney anunció que Sinatra había salido en su jet privado a pasar el weekend en su casa de Palm Springs, que está a dieciséis minutos de vuelo de su casa en Los Ángeles. Mahoney estaba otra vez preocupado. El Lear jet que el piloto de Sinatra iba a volar era idéntico, según Mahoney, al que se acababa de estrellar en otra parte de California.
Al lunes siguiente, un día nublado e inusitadamente fresco para California, más de cien personas se reunían en un estudio blanco de televisión, un recinto enorme dominado por un plató blanco, paredes blancas y decenas de luces y reflectores colgantes; con cierto parecido a una gigantesca sala de cirugía. En este espacio, dentro de una hora o algo así, la NBC tenía programada la grabación de un programa de una hora que sería emitido a color la noche del 24 de noviembre y que iba a realzar, hasta donde fuera posible en tan limitado lapso, los veinticinco años de vida artística de Frank Sinatra. No trataría, como supuestamente iba a hacer el próximo documental Sinatra de la CBS, de incursionar en el área que Sinatra considera privada. El programa de la NBC sería principalmente una hora de Sinatra cantando algunos de los hits que lo llevaron de Hoboken a Hollywood, espacio que sería interrumpido sólo de vez en cuando por algunos extractos de películas y comerciales de cerveza Budweiser. Antes del resfriado Sinatra se había mostrado muy entusiasmado con este show. Veía en él la oportunidad no sólo de agradar a los nostálgicos sino también de comunicar su talento a algunos rocanrroleros… en cierto sentido, combatía a los Beatles. Los comunicados de prensa que preparaba la agencia de Mahoney recalcaban esto, con textos como: “Si está cansado de esos jovencitos cantantes con greñas que servirían para esconder una caja de melones… sería refrescante probar la capacidad de diversión del especial de video titulado Sinatra: Un hombre y su Música.
Pero ahora en ese estudio de la NBC en Los Ángeles reinaba una atmósfera de anticipación y tensión por la incertidumbre sobre la voz de Sinatra. Los cuarenta y tres músicos de la orquesta de Nelson Riddle habían llegado ya y algunos habían subido a la tarima blanca a calentar. Dwight Hemion, un director juvenil de pelo rubio rojizo que había recibido aplausos por su especial de televisión sobre Barbra Streisand, aguardaba sentado en la cabina de vidrio que dominaba la orquesta y el plató. Los equipos encargados de las cámaras, los técnicos, los guardias de seguridad, los anunciadores de Budweiser esperaban también, plantados entre las lámparas de pie y las cámaras, al igual que las diez o doce damas que trabajaban como secretarias en otras partes del edificio pero que se habían escabullido a presenciar todo el trajín.
Faltando unos minutos para las once voló la voz por los pasillos y hasta el estudio de que Frank Sinatra había sido avistado caminando por el estacionamiento rumbo a su destino, con muy buen aspecto. Pareció producirse un gran alivio entre el grupo allí reunido; pero cuando la figura esbelta y elegantemente vestida del hombre se aproximó más y más, vieron consternados que no era la de Frank Sinatra. Era su doble, Johnny Delgado.
Delgado camina como Sinatra, posee la figura de Sinatra y desde ciertos ángulos faciales se parece de veras a Sinatra. Pero parece ser un individuo bastante tímido. Hace quince años, en los comienzos de su carrera como actor, Delgado se presentó para un papel en De aquí a la eternidad. Lo contrataron, y descubrió más adelante que para hacer de doble de Sinatra. En la última película de Sinatra, Asalto a la reina, una historia en la que Sinatra y sus compinches tratan de secuestrar el trasatlántico Queen Mary, Johnny Delgado reemplaza a Sinatra en algunas de las escenas acuáticas; y ahora, en este estudio de la NBC, su trabajo era situarse bajo los calientes reflectores de televisión, marcando los spots de Sinatra en el plató para los equipos de cámara.
A los cinco minutos el Frank Sinatra real hizo su ingreso. Tenía el rostro pálido y llorosos los ojos azules. No había podido librarse de la gripe, pero de todas formas trataría de cantar porque la agenda estaba apretada y hasta el momento había miles de dólares invertidos en el montaje de la orquesta y los equipos y el alquiler del estudio. Pero cuando Sinatra, de paso hacia la pequeña sala de ensayos para calentar la voz, miró dentro del estudio y vio que el plató y la tarima de la orquesta no estaban los suficientemente juntos, como había pedido expresamente, sus labios se apretaron y fue evidente que estaba muy molesto. Un poco después pudieron escucharse, provenientes de la sala de ensayos, los golpes de su puño contra la tapa del piano y la voz de su acompañante, Bill Miller, diciéndole en tono suave:
—Trata de no enojarte, Frank.
Más tarde entraron Jim Mahoney y otro hombre y hablaron de la muerte de Dorothy Kilgallen en Nueva York temprano en la mañana. Ella había sido durante varios años una apasionada enemiga de Sinatra y él por su parte se acostumbró a vilipendiarla en su número de night-club; y ahora, a pesar de estar muerta, él no atemperaba sus sentimientos.
—Dorothy Kilgallen está muerta —repetía saliendo de la sala hacia el estudio—. Bueno, creo que tendré que cambiar todo mi número.
Cuando con paso lento entró al estudio los músicos de consuno echaron mano de los instrumentos y se enderezaron en sus puestos. Sinatra carraspeó unas cuantas veces y, tras ensayar unas baladas con la orquesta, cantó Don’t Worry About Me a su completa satisfacción; y entonces, inseguro de cuánto le duraría la voz, se impacientó bruscamente.
—¿Por qué no grabamos esta madre? —llamó en voz alta, alzando la vista hacia la cabina de vidrio que ocupaban el director Dwight Hemion y sus asistentes. Se les veía agachar la cabeza, concentrados en el tablero de control.
—¿Por qué no grabamos esta madre? —repitió Sinatra.
El director de escena, que la pasa cerca de la cámara con los auriculares puestos, repitió exactamente las palabras de Sinatra por el cable que lo comunicaba con la cabina de control. “¿Por qué no grabamos esta madre?”.
Hemion no respondía. A lo mejor tenía en off el interruptor. Era difícil saberlo, por los reflejos encubridores de la luz en el vidrio.
—Por qué no nos ponemos el saco y la corbata —dijo Sinatra, que tenía puesto un pulóver amarillo de cuello alto—, y grabamos esta…
De repente la voz de Hemion sonó por el amplificador de sonido, con gran calma:
—Okay, Frank, te importaría volver a…
—Sí, me importaría —gruñó secamente Sinatra.
El silencio del lado de Hemion, que duró un segundo o dos, fue interrumpido de nuevo por Sinatra, que decía:
—Cuando acá dejemos de hacer las cosas como se hacían en 1950, tal vez podamos… —y la emprendió contra Hemion, condenando también la falta de técnicas modernas para montar este tipo de espectáculos; y de pronto, acaso por no querer emplear la voz sin necesidad, se interrumpió.
Y Dwight Hemion, muy paciente, tan paciente y tranquilo que uno creería que no había oído nada de lo que Sinatra acababa de decir, le esbozó la primera parte del programa. Y a los pocos minutos Sinatra leía sus comentarios introductorios, palabras que vendrían después de Without a Song, en los letreros de apuntes que sostenían cerca de la cámara. Hecho esto, se preparó para hacer lo mismo con cámaras rodando.
—Show de Frank Sinatra, acto I, página 10, toma uno —anunció el hombre de la claqueta, saltando enfrente de la cámara, ¡clac!, y saltando fuera nuevamente.
—¿Alguna vez se han detenido a pensar —entró a decir Sinatra— cómo sería el mundo sin una canción?... Sería un lugar bastante aburrido… Te da en qué pensar, ¿verdad?
Sinatra se interrumpió.
—Perdón —dijo, y añadió—: Chico, me hace falta un trago.
Entonces volvió a intentarlo.
—Show de Frank Sinatra, acto I, página 10, toma dos —gritó el saltón de la claqueta.
——¿Alguna vez se han detenido a pensar cómo sería el mundo sin una canción?...
Esta vez Frank Sinatra lo leyó todo sin parar. Luego ensayó otras cuantas canciones, cortando una o dos veces a la orquesta cuando algún sonido instrumental no salía tal como él quería. Costaba saber cuánto le iba a aguantar la voz, pues el programa apenas comenzaba. Hasta ese punto, sin embargo, todos los presentes parecían satisfechos, en particular cuando cantó una vieja y muy pedida canción sentimental compuesta hacía más de veinte años por Jimmy Van Heusen y Phil Silvers: Nancy, inspirada por la primera de los tres hijos de Sinatra cuando era una niñita de pocos años.
If I don’t see her each day
I miss her...
Gee what a thrill
Each time I kiss her...
Mientras Sinatra cantaba estas palabras, y por más que en el pasado las había cantado una y mil veces, a todos los presentes se les hizo patente que algo muy especial debía estar sucediendo dentro del personaje, porque algo muy especial salía de él. Cantaba ya, gripe o no gripe, con fuerza y calidez; se había soltado; la prepotencia pública se había esfumado; el lado íntimo estaba en esta canción sobre la chica que, se dice, lo comprende mejor que nadie y es la única persona delante de la cual él puede ser como es con todo desparpajo.
Nancy tiene veinticinco años. Vive sola, habiendo terminado en el divorcio su matrimonio con el cantante Tommy Sands. Su casa está en un suburbio de Los Ángeles y ella ahora rueda su tercera película y graba para la compañía disquera de su padre. Se ven todos los días; si no, él llama por teléfono, no importa si es desde Europa o Asia. Cuando la voz de Sinatra se hizo popular en la radio, excitando a sus fans, Nancy lo oía en casa y se echaba a llorar. Cuando el primer matrimonio de Sinatra se deshizo en 1951 y él se fue de casa, Nancy era la única de los hijos con la edad suficiente para recordarlo en calidad de padre. También lo vio con Ava Gardner, Juliet Prowse, Mia Farrow y muchas otras, pues ha salido con él en citas de dos parejas…
She takes the winter
And makes it summer…
Summer could take
Some lessons from her .
Nancy ahora también lo ve cuando visita en casa a su ex esposa, de soltera Nancy Barbato, la hija de un revocador de Jersey City con la que se casó en 1939 cuando ganaba veinticinco dólares por semana cantando en el Rustic Cabin cerca de Hoboken.
La primera señora de Sinatra, una mujer llamativa que no ha vuelto a casarse (“Cuando has estado casada con Frank Sinatra….”, le explicó alguna vez a una amiga), vive en una residencia magnífica en Los Ángeles con su hija menor, Tina, de diecisiete años. No hay amargura, tan sólo un gran respeto y cariño entre Sinatra y su primera mujer, y de tiempo atrás él es bienvenido en casa de ella y hasta se sabe que se aparece por allá a cualquier hora, atiza la chimenea, se echa en el sofá y cae dormido. Frank Sinatra puede caer dormido en cualquier parte, algo que aprendió cuando solía recorrer las más abruptas carreteras con los buses de las orquestas; y en esa época también aprendió, estando sentado y vestido de esmoquin, a prensar los pliegues de los pantalones por detrás y remangar la chaqueta por debajo y hacia fuera, para echarse a dormir perfectamente aplanchado. Pero ya no viaja en bus, y su hija Nancy, que en años más tiernos se sentía rechazada cuando él se dormía en el sofá en lugar de prestarle atención, acabó dándose cuenta de que el sofá era uno de los pocos lugares que le quedaban en el mundo a Sinatra para poder disfrutar de un poco de privacidad, donde su famoso rostro no sería objeto de miradas ni causaría una reacción anormal en los demás. Se dio cuenta, también, que las cosas normales siempre han esquivado a su padre: su niñez fue toda soledad y búsqueda de atención, y desde que la obtuvo no ha vuelto a estar seguro de estar solo. Cuando miraba por la ventana de una casa que tuvo en Hasbrouck Heights, Nueva Jersey, solía toparse con los rostros de adolescentes que lo espiaban; y en 1944, cuando se mudó a California y compró una casa rodeada de una valla alta en Lake Toluca, descubrió que la única manera de escapar del teléfono y demás intromisiones era subir a su bote de remo con algunos amigos, una mesa de juego y una caja de cerveza, y pasarla a flote toda la tarde. Pero él ha intentado, hasta donde es posible, ser como cualquier otro, dice Nancy. Lloró cuando ella se casó; es muy emotivo y sensible…
—¿Qué demonios haces allá arriba, Dwight?
Silencio en la cabina de control.
—¿Andas de fiesta o algo allá arriba, Dwight?
Sinatra se plantaba en el plató con los brazos cruzados, lanzando una feroz mirada por encima de las cámaras hacía donde se hallaba Hemion. Sinatra había cantado Nancy con todo lo que probablemente le daba la voz en ese día. Los números siguientes incluyeron notas rechinantes y en dos ocasiones la voz le falló por completo. Pero en esas Hemion se hallaba incomunicado en la cabina de control; hasta que al fin bajó al estudio y se dirigió al sitio donde Sinatra esperaba. A los pocos minutos dejaron juntos el estudio y subieron a la cabina de control. Pusieron la cinta para Sinatra. Él la vio por cinco minutos a lo sumo antes de empezar a sacudir la cabeza. Le dijo entonces a Hemion:
—Olvídalo, simplemente olvídalo. Pierdes tu tiempo. Lo que tienes ahí —dijo Sinatra, indicando con un ademán su propia imagen cantante en la pantalla del televisor— es un hombre con gripe.
Acto seguido abandonó la cabina de control, ordenando que borraran toda la actuación de ese día y aplazaran cualquier futura grabación hasta que se hubiera repuesto.
Pronto el rumor se esparció como una epidemia emocional entre los empelados de Sinatra, se propaló luego por todo Hollywood, después se supo de él al otro lado del país en la taberna de Jilly y también del otro lado del río Hudson en las casas de los padres de Frank Sinatra y las de otros parientes y amigos de Nueva Jersey.
Cuando Frank Sinatra habló con su padre por teléfono y le dijo que se sentía fatal, Sinatra el viejo le informó que él también se sentía fatal: tenía el brazo y el puño izquierdos tan tiesos por un problema circulatorio que a duras penas los podía usar, añadiendo que el mal podía ser resultado de los muchos ganchos de izquierda que había lanzado en sus días de peso gallo hacía casi cincuenta años.
Martin Sinatra, un siciliano rubicundo, pequeño, tatuado, ojizarco y oriundo de Catania, boxeó bajo el nombre de “Marty O’Brien”. En esos días, en esos sitios, cuando los irlandeses mangoneaban en los estratos inferiores de la vida citadina, no era raro que los italianos resultaran con nombres como ese. La mayor parte de los italianos y sicilianos que emigraron a América a finales del siglo XIX eran pobres e incultos, se les excluía de los sindicatos de la construcción dominados por los irlandeses, y a veces eran intimidados por policías irlandeses, por sacerdotes irlandeses, por políticos irlandeses.
Una excepción notable fue la madre de Frank Sinatra, Dolly, una mujer grande y muy ambiciosa traída a este país cuando tenía dos meses de edad por la madre y el padre, un litógrafo de Génova. Años después Dolly Sinatra, dueña de una cara redonda, colorada y de ojos azules, a menudo pasaba por irlandesa y sorprendía a muchos con la velocidad con que le descargaba su pesado bolso a cualquiera que la tratara de wop .
Merced a habilidosas jugadas políticas con la maquinaria demócrata del norte de Jersey, Dolly Sinatra llegaría a convertirse, en su apogeo, en una especie de Catalina de Médicis del tercer distrito de Hoboken. Se podía contar siempre con que en las elecciones pondría 600 votos de su barrio italiano, y en eso cimentaba su poder. Cuando le dijo a un político que quería que entraran a su marido al cuerpo de bomberos de Hoboken, y éste le dijo: “Pero, Dolly, no tenemos una vacante”, ella le contestó: “Hagan una”.
Así fue. Años después pidió que nombraran capitán al marido, y un día recibió una llamada de uno de los jefes políticos, que empezó por decirle:
—¡Felicitaciones, Dolly!
—¿Por qué?
—El capitán Sinatra.
—Ah, por fin lo nombraron… muchas gracias.
Y enseguida llamó a los bomberos de Hoboken:
—Comuníqueme con el capitán Sinatra —dijo.
El bombero llamó al teléfono a Martin Sinatra, diciéndole:
—Marty, creo que tu mujer está chiflada.
Cuando éste se puso al aparato, Dolly lo saludó:
—Felicitaciones, capitán Sinatra.
El hijo único de Dolly, bautizado Francis Albert Sinatra, nació y por poco muere el 12 de diciembre de 1915. El parto fue difícil, y en su primer momento sobre la tierra él recibió las marcas que llevará hasta el día de la muerte: las cicatrices del lado izquierdo del cuello son producto de la torpeza del doctor con el fórceps, y Sinatra ha decidido no disimularlas con cirugía.
Tras cumplir los seis meses se crió principalmente con la abuela. La madre tenía un trabajo de tiempo completo como experta en baños en chocolate en una empresa importante, y era tan hábil que la firma le ofreció un día enviarla a enseñar a otras en la sucursal de París. Si bien algunos en Hoboken recuerdan a Sinatra como un niño solitario que pasaba largas horas en el porche de su casa mirando al vacío, Sinatra nunca fue un pelón barriobajero, nunca estuvo preso, siempre fue bien vestido. Tenía tantos pantalones, que algunos en Hoboken lo apodaban “Pantalonudo O’Brien”.
Dolly Sinatra no era una de esas madres italianas que se aplacan con la mera obediencia y el buen apetito de su niño. Hacía muchas exigencias a su hijo, siempre fue muy severa. Soñaba con que se graduara de ingeniero aeronáutico. Cuando una noche descubrió los retratos de Bing Crosby que él había colgado en las paredes de la alcoba y se enteró de que su hijo anhelaba ser también un cantante, se enfureció y le arrojó un zapato. Después, al comprobar que no podría disuadirlo (“Se parece a mí”), lo animó a cantar.
Cantidad de muchachos ítaloamericanos de su generación le apuntaban a lo mismo: eran fuertes en el canto y débiles con las letras, no había un gran novelista entre ellos; ni un O’Hara, ni un Cheever, ni un Shaw; pero podían pronunciarse en bel canto. Eso caía más dentro de su tradición, no se requería un diploma; podían, con una canción, ver sus nombres alumbrando algún día las marquesinas… Perry Como… Frankie Laine… Tony Bennet… Vic Damone… pero ninguno lo podía ver mejor que Frank Sinatra.
Aunque cantaba la mayor parte de la noche en el Rustic Cabin, se levantaba al otro día para cantar de balde en la radio de Nueva York a fin de atraer más la atención. Más adelante consiguió empleo como cantante de la orquesta de Harry James, y fue con ella, en el mes de agosto de 1939, cuando Sinatra grabó su primer éxito: All or Nothing at All. Se encariñó mucho con Harry James y los músicos de la banda, pero cuando recibió una oferta de Tommy Dorsey, que por esos días tenía la que quizás era la mejor orquesta del país, Sinatra la aceptó. La paga era de 125 dólares a la semana y Dorsey sabía destacar a sus vocalistas. Con todo, Sinatra se deprimió bastante al dejar la orquesta de Harry James, y tan memorable fue la última noche con ellos que, veinte años después, Sinatra podía revivir los detalles para un amigo:
—El bus salió con los demás muchachos a eso de las doce y media de la noche. Yo me había despedido de todos y estaba nevando, recuerdo. No había nadie por ahí y yo estaba de pie con mi maleta bajo la nieve, viendo perderse las luces traseras. Entonces me brotaron las lágrimas y traté de correr detrás del bus. ¡Había tanto ánimo y entusiasmo en esa orquesta! Odié dejarla.
Pero la dejó; como dejaría igualmente otros lugares cálidos en busca de algo más, sin desperdiciar nunca el tiempo, tratando de hacerlo todo en una generación, batallando bajo su propio nombre, defendiendo a los débiles, aterrorizando a los ventajeros. Le lanzó un puñetazo a un músico que dijo algo antisemita, abrazó la causa de los negros dos décadas antes de que se pusiera de moda. También le arrojó una bandeja llena de vasos a Buddy Rich un día que tocó demasiado alto la batería.
Sinatra había obsequiado encendedores de oro por un valor de 50.000 dólares antes de cumplir los treinta años, vivía el más descabellado de los sueños que sobre Norteamérica haya acariciado un inmigrante. Apareció de súbito en la escena cuando DiMaggio callaba, cuando los paisanos estaban afligidos, cuando en su propia patria adoptaban una silenciosa posición defensiva respecto de Hitler. Sinatra se convirtió, a tiempo, en una especie de Liga Antidifamación de un solo miembro para los ítaloamericanos, el tipo de organización que entre ellos raramente se hubiera producido puesto que, reza la teoría, casi nunca se ponían de acuerdo en nada, siendo individualistas redomados: excelentes solistas, pero no tanto en un coro; héroes excelentes, pero no tanto en un desfile.
Cuando muchos apellidos italianos fueron utilizados para distinguir a los gángsteres de un programa de televisión, Los intocables, Sinatra manifestó en voz alta su desaprobación. Sinatra y otros miles de ítaloamericanos también se ofendieron cuando un rufián de poca monta, Joseph Valachi, fue exaltado por Bobby Kennedy a la categoría de experto en la mafia, siendo que, por el testimonio de Valachi en la televisión, ciertamente parecía saber menos que cualquier mesero de Mulberry Street . Muchos italianos del círculo íntimo de Sinatra también consideran a Bobby Kennedy como una suerte de polizonte irlandés, más digno que los de los tiempos de Dolly pero no menos intimidatorio. Como de Peter Lawford, se dice de Bobby Kennedy que se puso de pronto “guapetón” con Frank Sinatra después de la elección de John Kennedy, olvidando la contribución que había hecho Sinatra tanto en recaudación de fondos como en la tarea de influir en numerosos votantes italianos anti-irlandeses. Se sospecha que Lawford y Bobby Kennedy influyeron en la decisión del difunto presidente de hospedarse en la casa de Bing Crosby y no en la de Sinatra, como se había planeado en un principio, revés social que Sinatra quizás no olvidará. Desde entonces Peter Lawford fue expulsado ignominiosamente de la “cumbre” de Sinatra en Las Vegas.
—Sí, mi hijo es como yo —Dice con orgullo Dolly Sinatra—. Si lo molestas no lo olvida nunca.
Y aunque reconoce el poder que él tiene, se apresura a aclarar:
—No puede hacer que su madre haga algo que no quiere. Incluso hoy —añade— usa la misma marca de ropa interior que yo solía comprarle.
Hoy Dolly Sinatra tiene setenta y un años de edad, uno o dos años menos que Martin; y el día entero la gente golpea en la puerta trasera de su espaciosa casa para pedirle consejo o recabar su influencia. Cuando no está atendiendo gente o cocinando, cuida de su marido, un hombre callado pero testarudo, diciéndole que no quite su dolorido brazo izquierdo de la esponja que le ha puesto en el brazo de la butaca.
—Oh, él estuvo en qué incendios tan tremendos, ése que ves ahí —decía Dolly a una visita, señalando con admiración al marido en la butaca.
Aunque Dolly Sinatra tiene ochenta y siete ahijados en Hoboken y todavía visita esa ciudad durante las campañas políticas, ahora vive con su esposo en una hermosa casa de dieciséis habitaciones en Fort Lee, Nueva Jersey. La residencia fue un regalo de su hijo para sus bodas de oro hace tres años. La casa está amueblada con buen gusto y llena de una notable yuxtaposición de lo piadoso y lo mundano: fotografías del papa Juan y de Ava Gardner, del papa Pablo y de Dean Martin; variadas estatuas de santos y agua bendita, una silla autografiada por Sammy Davis Jr. y botellas de whisky. En el joyero de la señora de Sinatra hay un magnífico collar de perlas que le había regalado Ava Gardner, a quien cobró enorme cariño como nuera y con quien todavía se comunica y conversa; y de la pared cuelga una carta dirigida a Dolly y Martin: “Las arenas del tiempo se han convertido en oro, y aún así el amor sigue abriéndose como los pétalos de una rosa, en el jardín divino de la vida… que Dios los ame por toda la eternidad. Le doy gracias a Él, les doy gracias a ustedes por el ser de uno. Su hijo que los quiere, Francis”.
La señora de Sinatra habla con su hijo por teléfono una vez por semana o algo así, y hace poco él le propuso que cuando fuera a Manhattan hiciera uso de su apartamento de la calle 72 Este, sobre el East River. Se trata de un barrio caro de Nueva York, no importa que en la misma manzana haya una pequeña fábrica, pero Dolly Sinatra se valió de esto último para desquitarse de su hijo por unas nada halagüeñas descripciones que había hecho acerca de su infancia en Hoboken.
—¿Qué? ¿Quieres que me aloje en tu apartamento, en ese antro? —le preguntó—. ¿Crees que voy a pasar la noche en ese horrible vecindario?
Frank Sinatra entendió al punto y le dijo:
—Perdone usted, señora Fort Lee.
Tras pasar la semana en Palm Springs, bastante mejorado del resfriado, Frank Sinatra regresó a Los Ángeles, una linda ciudad de sol y sexo, descubrimiento español de miserias mejicanas, tierra estelar de hombres pequeños y mujeres esbeltas que se deslizan para entrar y salir de sus autos convertibles en pantalones tirantes y apretados.
Sinatra llegó a tiempo de ver con su familia el tan esperado documental de la CBS. A eso de las 9 p.m. se dirigió a casa de su ex esposa Nancy y cenó con ella y sus dos hijas. El hijo, a quien casi no ven por estos días, no estaba en la ciudad.
Frank júnior, que tiene veintidós años, andaba de gira con una orquesta y atravesaba el país para cumplir un compromiso en Nueva York, en la calle Basin Este, con los Pied Pipers, con los cuales Sinatra había cantado cuando estuvo en la orquesta de Tommy Dorsey en la década de 1940. Actualmente Frank Sinatra júnior, que según su padre fue bautizado así por Franklin D. Roosevelt, vive más que todo en hoteles, come todas las noches en el camerino de un night-club y canta hasta las 2 a.m., aceptando de buen grado, pues no tiene más remedio, las inevitables comparaciones. Tiene una voz suave, agradable y que mejora con la práctica, y si bien es muy respetuoso de su padre, habla de él con objetividad y en ocasiones en un tono de mitigada insolencia.
Simultánea a la fama temprana de su padre, decía Frank júnior, fue la creación de un “Sinatra para la prensa” ideado para “apartarlo del hombre común, separarlo de sus realidades: de un momento a otro apareció Sinatra, el magnate eléctrico, Sinatra el supernormal, no el superhumano, sino el supernormal. Y en esto —proseguía Frank júnior— reside la gran falacia, la gran pendejada, porque Frank Sinatra es normal, es el tipo que te tropezarías en cualquier esquina. Pero esa otra cosa, la máscara de superhombre, ha afectado a Frank Sinatra tanto como a cualquiera que vea sus programas de televisión o lea un artículo de revista sobre él…”.
—La vida de Frank Sinatra al principio era tan normal —decía—, que nadie en 1934 hubiera predicho que el chiquillo italiano del pelo rizado llegaría a ser el gigante, el monstruo, la gran leyenda viva… Conoció a mi madre un verano en la playa. Ella era Nancy Barbato, la hija de Mike Barbato, un revocador de Jersey City. Y ella conoce a Frank, el hijo del bombero, un día de verano en la playa de Long Branch, Nueva Jersey. Ambos son italianos; ambos, católicos romanos; ambos, novios de verano de clase media… es como un millón de películas malas protagonizadas por Frankie Avalon…
—Tienen tres hijos. La primogénita, Nancy, fue la más normal de los hijos de Sinatra. Nancy era porrista, iba a campamentos de verano, manejaba un Chevrolet, tuvo el crecimiento más fácil, centrado en el hogar y la familia. Después sigo yo. Mi vida de familia es muy, muy normal hasta el mes de septiembre de 1958 cuando, en contraste total con la crianza de las dos niñas, me internan en una escuela preparatoria. Ahora estoy lejos del círculo familiar íntimo, y hasta el día no se ha podido rehacer mi posición en su interior… La tercera es Tina. Y para ser honestos no sabría decir cómo es su vida.
El programa de la CBS, narrado por Walter Cronkite, empezó a las 10 de la noche. Faltando un minuto la familia Sinatra, habiendo terminado de cenar, dio vuelta a las sillas y encaró la pantalla, unidos ante cualquier desastre que se pudiera presentar. Los hombres de Sinatra, en otras partes de la ciudad, en otras partes del país, hacían lo mismo. El abogado de Sinatra, Milton A. Rudin, fumaba un puro al tiempo que aguzaba los ojos, todo un despierto cerebro legal. Sobre otros aparatos fijaban igualmente la mirada Brad Dexter, Jim Mahoney, Ed Pucci; el maquillador de Sinatra, “Escopeta” Britton; su representante en Nueva York, Henri Giné; su proveedor artículos para caballeros, Richard Carroll; su agente de seguros, John Lillie; su valet, George Jacobs, un negro apuesto que, cuando atiende a las chicas en su apartamento, pone discos de Ray Charles.
Y como pasa con gran parte del miedo de Hollywood, toda la aprensión sobre el programa de la CBS resultó infundada. Fue una hora altamente favorecedora que no hurgó a fondo, como se rumoraba que iba a hacer, en la vida amorosa de Sinatra, ni en la mafia, ni en otras áreas de su coto privado. Aunque el documental no había sido autorizado, escribía Jack Gould al día siguiente en el New York Times, “podía haberlo sido”.
Inmediatamente después del programa los teléfonos empezaron a timbrar por todo el sistema de Sinatra, transmitiendo palabras de alivio y alegría; y de Nueva York llegó el telegrama de Jilly: “¡Somos amos del mundo!”.
Al otro día, parado en un pasillo del edificio de la NBC donde iba a reanudar la grabación de su show, Sinatra se puso a comentar el programa de la CBS con varios amigos suyos, y dijo:
—Oh, estuvo bárbaro.
—Yeah, Frank, tremendo show.
—Pero pienso que Jack Gould tenía razón en el Times de hoy —dijo Sinatra—. Debió haber más sobre el hombre, no tanto sobre la música.
Asintieron callados, sin mencionar ninguno la pasada histeria en el mundo de Sinatra cuando todo indicaba que la CBS afinaba la puntería sobre el hombre. Se limitaron a mover la cabeza y dos de ellos celebraron que Sinatra hubiera conseguido meter la palabra “pájaro” en el programa, siendo ésta una de sus palabras preferidas. A menudo pregunta a sus compinches: “¿Cómo está tu pájaro?”; y cuando estuvo a punto de ahogarse en Hawai, la explicación que dio después fue: “Me entró un poquito de agua por el pájaro”; y bajo un gran retrato suyo con una botella de whisky, una foto que cuelga en casa de un actor amigo suyo llamado Dick Bakalyan, la dedicatoria dice: “¡Bebe, Dickie! Es bueno para tu pájaro”. A la canción Come Fly with Me, Sinatra a veces le modifica la letra: “sólo di las palabras y llevaremos nuestros pájaros a la bahía de Acapulco”.
Diez minutos después Sinatra entraba, detrás de la orquesta, al estudio de la NBC, en donde no se repitió para nada la escena de hacía ocho días. Ahora Sinatra tenía buena la voz; hacía chistes entre un número y otro; nada lo molestaba. En una ocasión, cuando cantaba How Can I Ignore the Girl Next Door, parado en el plató al pie de un árbol, una cámara de televisión montada en un vehículo pasó rozándolo y chocó contra el árbol.
—Jeeesús! —exclamó un asistente técnico.
Pero Sinatra apenas si pareció notarlo.
—Hemos tenido un pequeño accidente —dijo con calma, y empezó otra vez la canción desde el comienzo.
Cuando el show tocó a su fin Sinatra miró la repetición en el monitor de la sala de control. Estaba muy satisfecho y estrechó manos con Dwight Hemion y sus ayudantes. Acto continuo se abrieron las botellas de whisky en el camerino de Sinatra. Pat Lawford estaba presente, así como Andy Williams y diez o doce más. Los telegramas y las llamadas telefónicas seguían llegando de todas partes del país con elogios por el programa de la CBS. Hasta hubo una llamada, le contaba Mahoney, del productor de la CBS, Don Hewitt, con quien Sinatra se había enojado tanto pocos días antes. Y Sinatra seguía enojado, sentido porque la CBS lo había traicionado, aunque el programa en sí era inobjetable.
—¿Les envío unas palabras? —le preguntó Mahoney.
—¿Se puede enviar un puño por el correo? —le preguntó Sinatra.
Lo tiene todo, no puede dormir, da bonitos regalos, no es feliz, pero no cambiaría, ni aun por la felicidad, lo que él es…
Es una parte de nuestro pasado; pero sólo nosotros hemos envejecido, él no…nos asedia la vida doméstica, a él no…tenemos compunciones, él no… es nuestra culpa, no la suya…
Él controla el menú de cada uno de los restaurantes de Los Ángeles; si deseas cocina del norte de Italia, vuela a Milán…
Los hombres lo siguen, lo imitan, se pelean por estar junto a él…irradia un algo de vestuario deportivo, de cuartel… pájaro… pájaro.
Cree que debes jugártela a lo grande, ampliamente, de manera expansiva: cuanto más abierto eres, más recibes, tus dimensiones se ahondan, creces, te vuelves más lo que eres…más grande, más rico…
Es mejor que todos los demás, o al menos eso piensan, y él tiene que vivir a la altura de eso.
—NANCY SINATRA JÚNIOR
Es tranquilo por fuera; por dentro le suceden un millón de cosas
—DICK BAKALYAN
Tiene el deseo insaciable de vivir al máximo cada momento porque, me figuro, cree que a la vuelta de la esquina está la extinción.
—BRAD DEXTER
Todo lo que saqué de mis matrimonios fueron los dos años que Artie Shaw me financió en el diván de un analista.
—AVA GARDNER
No éramos madre e hijo: éramos compinches.
—DOLLY SINATRA
Yo estoy por cualquier cosa que te ayude a pasar la noche, ya sea la oración, los tranquilizantes o una botella de Jack Daniel’s.
—FRANK SINATRA
Frank Sinatra estaba cansado de tanto comentario, tanto chisme, tanta teoría; cansado de leer citas sobre él mismo, de oír lo que la gente decía de él por toda la ciudad. Habían sido tres semanas de tedio, decía, y ahora sólo quería marcharse, ir a Las Vegas, desfogarse un poco. Así que subió a su jet, planeó sobre las colinas de California y las llanuras de Nevada y después sobre millas y millas de desierto hasta el hotel The Sands y la pelea Clay-Patterson.
La víspera de la pelea la pasó despierto toda la noche y durmió casi toda la tarde, aunque podía oírse su voz grabada en el vestíbulo de The Sands, en el casino de apuestas y hasta en los baños, interrumpida sin embargo entre compases por las llamadas de los altavoces: “Llamada telefónica para míster Ron Fish, míster Ron Fish… with a ribbon of gold in her hair… Llamada telefónica para míster Herbert Rothstein, míster Herbert Rothstein… memories of a time so bright, keep me sleepless through dark endless nights.
Brujuleando por el vestíbulo de The Sands y otros hoteles a todo lo largo del Strip esa tarde antes de la pelea se veían los consabidos profetas precombate: los apostadores, los viejos campeones, los promotores de boxeo de la Octava Avenida, los periodistas deportivos que critican las grandes peleas durante todo el año pero que nunca se perderían una sola, los novelistas que parecen identificarse con uno u otro boxeador, las prostitutas locales, con la ayuda de un poco de talento traído de Los Ángeles, así como una joven morena con un vestido de cóctel arrugado que gimoteaba ante el mostrador del jefe de botones:
—Pero yo quiero hablar con Frank Sinatra.
—Él no está acá —decía el jefe de botones.
—¿Me comunica con su habitación?
—No se envían mensajes, señorita —le dijo, y entonces ella se dio vuelta, tambaleándose, como al borde de las lágrimas, y atravesó el vestíbulo hacia el grande y bullicioso casino atestado de hombres cuyo único interés era el dinero.
Poco antes de las 7 p.m. Jack Entratter, un hombretón canoso que dirige The Sands, entró a la sala de juego para avisarles a los hombres que rodeaban una mesa de blackjack que Sinatra ya se estaba vistiendo. También les dijo que no había podido conseguir asientos de primera fila para todos, de modo que algunos en el grupo —entre ellos Leo Durocher, que tenía una pareja, y Joey Bishop, que venía con su esposa— no iban a caber en la fila de Sinatra y se tendrían que sentar en la tercera fila. Cuando Entratter se aproximó a Joey Bishop para contárselo, el rostro de Bishop se vino abajo. No pareció enfadarse: se limitó a mirar a Entratter en un mutismo vacío, más bien con cara de aturdido.
—Joey, lo siento —dijo Entratter cuando el silencio persistió—, pero no pudimos conseguir más de seis seguidas en primera fila.
Bishop seguía sin decir nada. Pero cuando aparecieron todos para ver la pelea, Joe Bishop estaba en primera fila y su mujer en la tercera.
El combate, calificado de guerra santa entre musulmanes y cristianos, fue antecedido por la presentación de tres ex campeones medio calvos: Rocky Marciano, Joe Louis y Sonny Liston, y luego vino el himno nacional cantado por otro hombre salido del pasado, Eddie Fisher. Hacía más de catorce años, pero Sinatra todavía se acordaba de todos los detalles: Eddie Fisher era en ese entonces el nuevo rey de los barítonos, a la par con Billy Eckstine y Guy Mitchell, y Sinatra llevaba un buen rato relegado. Recordaba el día cuando al entrar a un estudio de radiodifusión tuvo que pasar frente a una multitud de fans de Eddie Fisher que lo esperaba afuera, y cuando vieron a Sinatra la emprendieron a burlas: “¡Frankie, Frankie, que me desmayo, que me desmayo!”. Esa fue también la época en que vendía apenas unos 30.000 discos al año, cuando de manera espantosa lo pusieron a actuar de cómico en su programa de televisión y cuando grabó desastres como Mama Hill Bark con Dagmar.
—Yo ladraba y gruñía en ese disco —decía Sinatra, todavía horrorizado de sólo pensarlo—. El único bien que me hizo fue con los perros.
Su voz y su tino artístico estuvieron pésimos en 1952, pero más culpable de su declive, dicen sus amigos, fue su cortejo de Ava Gardner. Ella era entonces la gran reina del cine, una de las mujeres más hermosas del mundo. Nancy la hija de Sinatra recuerda que un día vio a Ava nadando en la piscina de su padre y luego salir del agua con ese cuerpo estupendo, caminar despacio hacia el fuego, inclinarse sobre él por unos segundos; y de un momento a otro pareció que su largo pelo negro estaba seco ya, de modo milagroso y sin ningún esfuerzo otra vez arreglado.
Con la mayoría de las mujeres con que sale, Sinatra nunca sabe, dicen sus amigos, si lo quieren por lo que puede hacer por ellas ahora… o hará después por ellas. Con Ava Gardner fue distinto. Después no podía hacer nada por ella. Ella estaba por encima. Si algo aprendió Sinatra de su experiencia con ella, quizás fue que cuando un hombre altivo ha caído, una mujer no le puede ayudar. Especialmente una mujer que está por encima.
Así y todo, a pesar de la voz cansada, cierta emoción profunda alcanzaba a filtrarse en su canto. Una canción en especial que suena bien hasta el día de hoy es I’m a Fool To Want You, y un amigo que estuvo en el estudio cuando Sinatra la grabó recordaba:
—Frank estaba verdaderamente estimulado esa noche. Hizo la canción en una sola toma, acto seguido dio media vuelta, salió del estudio y sanseacabó.
El manager de Sinatra de ese entonces, un antiguo promotor de canciones llamado Hank Sanicola, decía:
—Ava quería a Frank, pero no del mismo modo como él la quería. Él necesita un montón de amor. Lo quiere veinticuatro horas al día; tiene que estar rodeado de gente… Frank es esa clase de persona… pero —decía Sanicola— Ava Gardner era muy insegura. Temía no poder retener a su hombre… dos veces él salió detrás de ella hasta el África, echando a perder su propia carrera.
—Ava no quería a los hombres de Frank rondando a todas horas —decía otro amigo—, y eso lo enfurecía a él. Cuando Nancy él estaba acostumbrado a traer toda la banda a casa, y Nancy, la buena esposa italiana, nunca se quejaba… nada más preparaba espaguetis para todos.
En 1953, después de casi dos años de matrimonio, Sinatra y Ava Gardner se divorciaron. Se decía que la madre de Sinatra había organizado una reconciliación, pero si Ava estuvo dispuesta, Frank Sinatra no. Se dejó ver con otras mujeres. El equilibrio se había alterado. En algún punto de ese período Sinatra pareció pasar de ser el chico cantante, el jovencito actor en traje de marinero, a ser un hombre. Ya antes de ganar el Oscar en 1953 por su papel en De aquí a la eternidad dejaba traslucir destellos de su antiguo talento: en su grabación de The Birth of the Blues, en su presentación en el night-club Riviera elogiada calurosamente por la crítica de jazz; además de que ahora había una tendencia por los elepés y en dirección contraria del compacto de tres minutos, y el estilo de concertista de Sinatra hubiera sacado provecho de esto con o sin el Oscar.
En 1954, enfrascado de nuevo en su talento, Frank Sinatra fue elegido cantante del año por la revista Metronome y ganó la encuesta de disk-jockeys de la UPI, desbancando a Eddie Fisher… quien ahora, en Las Vegas, tras cantar el himno nacional, se bajaba del ring para que diera comienzo la pelea.
Durante el primer asalto Floyd Patterson persiguió a Clay por todo el cuadrilátero pero no pudo darle alcance, y de ahí en adelante fue el juguete de Clay, hasta que la pelea terminó por nocaut técnico en el decimosegundo asalto. Media hora más tarde casi todos se habían olvidado del combate y estaban de vuelta en las mesas de juego o hacían cola para comprar boletos para el show de night-club de Dean Martin, Sinatra y Bishop en el escenario de The Sands. El espectáculo, que incluye a Sammy Davis Jr. cuando está en la ciudad, consiste en unas pocas canciones y muchas interrupciones, todo muy informal, muy especial y harto étnico, con Martin, copa en mano, preguntándole a Bishop: “¿Alguna vez viste el judiu- jitsu?”; y Bishop, haciendo de camarero judío, advirtiendo a los dos italianos que se cuiden, “porque tengo mi propia organización: la matzia” .
Entonces, después del último show en The Sands, el grupo de Sinatra, que ahora sumaba unos veinte —entre ellos Jilly, que había venido en avión desde Nueva York; Jimmy Cannon, el columnista deportivo preferido de Sinatra; Harold Gibbons, un directivo del sindicato de camioneros que se espera tomará el mando si Hoffa va a la cárcel— subieron todos a una hilera de autos y enfilaron hacia otro club. Eran las tres de la mañana. La noche era aún joven.
Pararon en el Sahara, donde tomaron una mesa larga en la parte de atrás para ver a un comediante pequeñito y calvo llamado Don Rickles, probablemente el cómico más cáustico del país. Su humor es tan basto, de tan mal gusto, que no ofende a nadie: es demasiado ofensivo para ofender a nadie. Cuando vio a Eddie Fisher entre el público, Rickles la emprendió contra él como amante, diciendo que no era de extrañarse que no pudiera con Elizabeth Taylor; y cuando dos hombres de negocios reconocieron ser egipcios, Rickles los fustigó por la política de su país hacia Israel; e insinuó fuertemente que la mujer que ocupaba una mesa con su marido era en realidad una buscona.
Cuando el grupo de Sinatra hizo su ingreso, Don Rickles no cabía de contento. Señalando a Jilly, Rickles le gritó: “¿Cómo se siente ser el tractor de Sinatra?... Yeah, Jilly camina delante de Frank despejándole la vía”. Luego, señalando con un gesto a Durocher, Rickles dijo: “Ponte de pie, Leo, muéstrale a Frank cómo te resbalas”. A continuación se dedicó a Sinatra, sin pasar por alto a Mia Farrow, ni el tupé que llevaba puesto, ni dejar de decirle que estaba acabado como cantante; y cuando Sinatra se rió, todos rieron; y Rickles señaló a Bishop: “Joey Bishop chequea todo el tiempo con Frank para ver qué es gracioso”.
Al rato, después de que Rickles se echó sus cuantos chistes de judíos, Dean Martin se puso de pie y le gritó: “Eh, siempre hablas de los judíos, nunca de los italianos”, y Rickles lo interrumpió “¿De qué nos sirven los italianos?... Apenas para espantar las moscas del pescado”.
Sinatra rió, todos rieron, y Rickles siguió en esta vena durante casi una hora, hasta que al fin Sinatra se levantó y dijo:
—Ya está bueno, anda, acaba de una vez. Tengo que irme.
—¡Cállate y siéntate! —le replicó Rickles—. Yo he tenido que oírte cantar.
—¿Con quién crees que estás hablando? —le contestó Sinatra a voz en grito.
—Con Dick Haymes —dijo Rickles, y Sinatra rió nuevamente
Entonces Dean Martin procedió a derramarse en la cabeza una botella de whisky y, con el esmoquin empapado, se puso a darle golpes a la mesa.
—Quién hubiera pensado que la juma puede hacer una estrella —dijo Rickles.
Pero Martin gritaba:
—Eh, quiero echar un discurso.
—Cállate.
—No. Don, quiero decirte… —insistía Dean Martin—, que creo que eres un gran artista.
—Bueno… gracias Dean —le dijo Rickles, con cara complacida.
—Pero no te atengas a lo que digo —dijo Martin, desplomándose en su asiento—: estoy borracho.
—Eso te lo creo —dijo Rickles.
A las 4 a.m. Frank Sinatra sacó a su grupo del Sahara, algunos con los vasos de whisky en la mano, bebiendo sorbos en la acera y en el automóvil. De vuelta en The Sands, entraron al casino. Seguía repleto de gente, las ruletas giraban, los jugadores de dados soltaban exclamaciones en el fondo.
Frank Sinatra, con un vasito de bourbon en la mano izquierda, se abrió paso entre la multitud. A diferencia de algunos de sus amigos, él todavía estaba impecablemente planchado, con el corbatín del esmoquin en preciso equilibrio, los zapatos sin mancha. Nunca se le ve perder la compostura, nunca baja la guardia del todo, no importa cuánto haya bebido ni cuánto lleve sin dormir. Nunca hace eses, como Dean Martin, ni jamás baila en los pasillos de los teatros o salta sobre las mesas, como Sammy Davis.
Una parte de Sinatra, no importa dónde esté, siempre está ausente. Siempre hay una parte suya, si bien pequeña a veces, que sigue siendo Il Padrone. Incluso ahora, al asentar el vasito de licor puro en la mesa de blackjack, de cara al crupier, Sinatra lo hizo desde cierta distancia, sin inclinarse sobre la mesa. Metiéndose la mano por debajo del esmoquin sacó del pantalón un fajo grueso pero limpio de billetes. Desprendió con cuidado un billete de 100 dólares y lo puso en el fieltro verde. El crupier le repartió dos cartas. Sinatra pidió una tercera, se pasó, perdió los cien.
Sin mudar de expresión Sinatra casó otro billete de cien dólares. Lo perdió. Puso enseguida el tercero y lo perdió. Luego puso dos billetes de cien en la mesa y los perdió. Al cabo, tras casar el sexto billete de cien dólares y perderlo, Sinatra se apartó de la mesa, señaló al hombre y dijo:
—Buen crupier.
El corro que se había congregado a su alrededor se abrió ahora para darle paso. Pero una mujer se le interpuso, entregándole un papel para que lo autografiara. Él se lo firmó y además le dio las gracias.
En la parte de atrás del espacioso comedor de The Sands había una mesa larga reservada para Sinatra. El comedor estaba más bien vacío a esas horas, con unas dos docenas de personas ocupándolo, entre ellas una mesa de cuatro jovencitas solas cerca de la de Sinatra. Al otro lado del salón, en otra mesa larga, había siete hombres sentados codo a codo contra la pared, dos de ellos con anteojos oscuros, todos comiendo en silencio, sin cruzar palabra, sentados nada más, comiendo, sin perderse nada.
Luego de acomodarse y tomar otras cuantas copas, el grupo de Sinatra ordenó algo de comer. La mesa era más o menos del mismo tamaño que la que le reservan cuando visita la taberna de Jilly en Nueva York; y las personas que ocupaban esta mesa en Las Vegas eran muchas de las mismas que a menudo se dejan ver allí con Sinatra, o en un restaurante de California, o de Italia, o Nueva Jersey, o donde quiera que él esté. Cuando Sinatra se sienta a cenar, sus amigos de confianza se hacen cerca; y no importa dónde esté, no importa lo elegante que sea el lugar, algo del barrio se trasluce porque Sinatra, por lejos que haya llegado, tiene aún algo de muchacho del barrio; sólo que ahora puede llevar consigo el barrio.
En cierto modo, esta ocasión cuasi familiar en una mesa reservada en un sitio abierto al público es lo más parecido que ahora tiene Sinatra a una vida en familia. Quizás, tras tener un hogar y abandonarlo, él no desee estrechar más esta aproximación; aunque no parecería ser propiamente así, dado el cariño con que habla de la familia, el cercano contacto que mantiene con su primera mujer y su recomendación de que no tome ninguna decisión sin consultar con él primero. Está siempre acucioso por colocar sus muebles y otros recuerdos de sí mismo en la casa de ella o de su hija Nancy; y también sostiene relaciones cordiales con Ava Gardner. Cuando él estuvo rodando El expreso de Von Ryan en Italia pasaron un tiempo juntos, perseguidos dondequiera que fueran por los paparazzi. En aquella ocasión hubo reportes de que los paparazzi le habían hecho a Sinatra una oferta colectiva de 16.000 dólares para que posara con Ava Gardner; y se dice que Sinatra hizo una contraoferta de 32.000 si le dejaban romperle un brazo y una pierna a uno de ellos.
Aunque a Sinatra le encanta estar completamente a solas en casa y así poder leer y meditar sin interrupciones, hay ocasiones en las que descubre que estará solo para la noche, y no por elección. Puede haber llamado a media docena de mujeres y por un motivo u otro ninguna está disponible. Así que llama a su valet, George Jacobs.
—Esta noche vendré a cenar en casa, George.
–¿Cuántos van a ser?
—Tan sólo yo —dice Sinatra—. Quiero algo ligero. No tengo mucha hambre.
George Jacobs es un hombre de treinta y séis años, divorciado dos veces, parecido a Billy Eckstine. Ha viajado por todo el mundo con Sinatra y le es muy leal. Jacobs vive en un cómodo piso de soltero cerca de Sunset Boulevard, a la vuelta de la esquina de Whiskey à Go Go, y en la ciudad es conocido por la colección de retozonas chicas californianas cuya amistad cultiva, unas cuantas de las cuales, él lo reconoce, se le acercaron al principio por su cercanía a Frank Sinatra.
Cuando Sinatra llega, Jacobs le sirve la cena en el comedor. Luego Sinatra le informa que puede irse a casa. Si, en una noche de esas, Sinatra llegara a pedirle a Jacobs que se quedara un poco más o que jugaran unas manos de póquer, él lo haría gustoso. Pero Sinatra nunca se lo pide.
Esta era su segunda noche en Las Vegas, y Frank Sinatra estuvo con sus amigos en el comedor de The Sands hasta las 8 a.m.. Durmió casi todo el día, voló luego a Los Ángeles y al otro día por la mañana manejaba su carrito de golf por los estudios de la Paramount Pictures. Estaba programado para terminar dos escenas con la rubia y sensual Virna Lisi en la película Asalto a la Reina. Mientras maniobraba el pequeño vehículo calle arriba entre dos grandes estudios, divisó a Steve Rossi, quien, con su compañero de comedia Marty Allen, rodaba una película en un estudio contiguo con Nancy Sinatra.
—¡Eh, Cocoliche —le gritó a Rossi—, deja de besar a Nancy!
—Es parte de la película, Frank —dijo Rossi, mirando hacia atrás.
—¿En el garaje?
—Es mi sangre latina, Frank.
—Bueno, pues serénate —dijo Sinatra, guiñándole el ojo, antes de doblar con su carro de golf por una esquina y aparcarlo frente a un edificio grande y gris dentro del cual se iban a filmar las escenas de Asalto.
—¿Dónde está el director gordiflón? —saludó Sinatra, entrando a paso largo en el estudio, que estaba repleto de asistentes técnicos y actores agrupados en tono de las cámaras.
El director, Jack Donohue, un hombre voluminoso que ha trabajado con Sinatra por veintidós años en esta y en aquella producción, ha tenido dolores de cabeza con la presente película. Le habían recortado el guión, los actores se le habían impacientado y Sinatra se le había aburrido. Pero ahora sólo faltaban dos escenas: una corta que sería rodada en la piscina y una larga escena pasional entre Frank Sinatra y Virna Lisi que sería rodada en una playa artificial.
La escena de la piscina, que dramatiza la situación cuando Sinatra y sus compinches de secuestro fracasan en el intento de saquear el Queen Mary, salió rápido y bien. Cuando Sinatra se vio obligado a quedarse con el agua hasta los hombros durante unos minutos, dijo:
—Movámonos, compañeros… esta agua está fría y yo acabo de salir de una gripe.
Así que los equipos de cámaras se le acercaron, Virna Lisi se puso a chapotear en el agua junto a Sinatra y Jack Donohue les gritó a los asistentes que manejaban los ventiladores: “¡Hagan las olas!” y otro hombre dio la orden: ¡Agiten! , y Sinatra empezó a cantar: Agitate in rhythm , pero hizo silencio cuando las cámaras empezaron a rodar.
En la siguiente situación Frank Sinatra estaba en la playa simulando que miraba las estrellas y Virna Lisi debía aproximársele, arrojarle cerca uno de sus zapatos para avisarle su presencia y luego sentarse al lado suyo y prepararse para una sesión apasionada. Antes de comenzar la señorita Lisi ensayó a arrojarle el zapato a la figura de Sinatra, que se extendía boca arriba en la playa. Ya iba a lanzarlo cuando Sinatra alzó la voz:
—Me pegas en el pájaro y me voy a casa.
Virna Lisi, que poco inglés entiende y con seguridad nada del especial vocabulario de Sinatra, puso cara de confusión, pero todos rieron tras las cámaras. Entonces le arrojó el zapato. Éste dio vueltas en el aire, aterrizó en el estómago.
—Bueno, pegó unas tres pulgadas por arriba—anunció él.
Otra vez ella quedó desconcertada con las risas tras las cámaras.
Luego Jack Donohue les hizo ensayar sus papeles, y Sinatra, todavía muy entonado con el viaje a Las Vegas y ansioso de ver rodar las cámaras, dijo: “Probemos una”. Donohue, aunque dudoso de que Sinatra y Lisi supieran bien sus papeles, dio el okay, y un asistente con una claqueta anunció: “419, toma 1”, y Virna Lisi se acercó con el zapato y se lo arrojó a Frank, tendido en la playa. Le cayó junto al muslo, y la ceja derecha de Sinatra se alzó casi de manera imperceptible, pero el personal captó el mensaje y sonrieron todos.
—¿Qué te dicen esta noche las estrellas? —preguntó la señorita Lisi, recitando su primera línea mientras se sentaba en la playa al lado de Sinatra.
—Las estrellas me dicen esta noche que soy un idiota —dijo Sinatra—, un idiota chapado en oro por haberme enredado en esto.
Entonces, según el guión, Sinatra debía continuar: “¿Sabes en qué nos estamos metiendo? En cuanto pongamos pie en el Queen Mary, nos habremos tatuado”. Pero Sinatra, que a menudo improvisa, recitó:
—¿Sabes en qué nos estamos metiendo? En cuanto pongamos pie en ese barco del culo de la madre…
—No, no —interrumpió Donohue, sacudiendo la cabeza—. No creo que eso esté bien.
Las cámaras pararon, hubo risas y Sinatra alzó la cara desde su posición en la arena como si lo hubieran cortado injustamente.
—No veo por qué eso no pueda servir… —empezó a decir, pero Richard Conte gritó detrás de una cámara:
—Eso no se proyecta en Londres.
Donohue se pasó la mano por el escaso pelo gris y dijo, aunque sin verdadero enfado:
—Saben, la escena iba bastante bien hasta que alguien trabó el diálogo.
—Yeah —asintió el camarógrafo, Billy Daniels, sacando la cabeza por detrás de la cámara—, era una pieza bastante buena…
—Cuida tus palabras —interrumpió Sinatra.
Entonces Sinatra, que tiene el don de ideárselas para no repetir una escena, sugirió una manera de usar lo filmado y regrabar después la parte de la “madre”. Hubo aprobación. Las cámaras volvieron a rodar, Virna Lisi se inclinó sobre Sinatra en la arena y él la atrajo hacia sí para estrecharla. La cámara se acercó entonces para un primer plano de sus caras y estuvo zumbando por largos segundos, pero Sinatra y Lisi no dejaron de besarse; seguían simplemente tendidos en la arena, envueltos en un mutuo abrazo… y la pierna izquierda de Virna Lisi empezó a levantarse levemente. Todos en el estudio ahora miraban en silencio, no se oía una palabra, hasta que Donohue dijo:
—Si algún día terminan, déjenmelo saber. Se me está acabando la película.
Entonces la señorita Lisi se puso de pie, se arregló el vestido blanco, se peinó hacia atrás el cabello rubio y se retocó el lápiz de labios, que estaba embadurnado. Sinatra se puso de pie con una sonrisita y se dirigió al camerino.
Al pasar frente aun hombre mayor que cuidaba una cámara, Sinatra le preguntó:
—¿Cómo va tu Bell and Howell?
—Está muy bien, Frank —dijo el hombre, sonriendo.
—Qué bien.
En su camerino Sinatra fue recibido por un diseñador de automóviles que traía los planos del nuevo modelo hecho por encargo para reemplazar el Ghia de 25.000 dólares que Sinatra venía manejando durante los últimos años. Lo esperaban también su secretario, Tom Conroy, con un saco repleto de cartas de admiradores, incluyendo una del alcalde de Nueva York, John Lindsay; y Bill Miller, el pianista de Sinatra, que venía a ensayar algunas de las canciones que iban a grabar más adelante al caer la tarde para el nuevo álbum de Sinatra, Moonlight Sinatra.
Aunque a Sinatra no le importa exagerar la nota un poco en el estudio de cine, es sumamente serio con las sesiones de grabación de un disco. Como le explicaba a un escritor británico, Robin Douglas-Home: “Cuando te pones a cantar en ese disco, estás tú solo y nadie más que tú. Si sale malo y te trae críticas, tú cargas con la culpa y nadie más. Si es bueno, también es por ti. Con una película nunca es así: hay productores y guionistas, y cientos de hombres en sus oficinas y la cosa se te sale de las manos. Con un disco tú eres la cosa entera.
But now the days are short
I’m in the autumn of the year
And now I think of my life
As vintage wine
From fine old kegs .
No importa ya qué canción canta, ni quién escribió la letra: todas son sus palabras, todos sus sentimientos, capítulos de la novela lírica de su vida.
Life is a beautiful thing
As long as I hold the string .
Cuando Frank Sinatra llega al estudio, parece saltar bailando del auto para cruzar la acera y atravesar la puerta; y sin dilaciones, chasqueando los dedos, se sitúa frente a la orquesta en un cuarto íntimo, hermético, y muy pronto domina a cada hombre, cada instrumento, cada onda sonora. Algunos de los músicos lo han acompañado durante veinticinco años, han envejecido oyéndolo cantar You Make Me Feel So Young.
Cuando su voz se conecta, como esta noche, Sinatra entra en éxtasis, la sala se electriza, la excitación se extiende a la orquesta y se deja sentir en la cabina de control, donde una docena de hombres, amigos de Sinatra, lo saludan con la mano detrás de la ventana. Uno de ellos es el pitcher de los Dodgers, Don Drysdale (“¡Hey, Big D. —lo saluda Sinatra—, hey, baby!”); otro es el golfista profesional Bo Wininger. También hay un número de mujeres bonitas paradas en la cabina detrás de los ingenieros, mujeres que le sonríen a Sinatra y mueven suavemente sus cuerpos al son acariciante de la música.
Will this be moon love
Nothing but moon love
Will you be gone when the dawn
Comes stealing through .
Cuando acaba, ponen la grabación que hay en la cinta, y Nancy Sinatra, que acaba de entrar, se une a su padre al pie de la orquesta para oír la reproducción. Escuchan en silencio, todos los ojos puestos en ellos, el rey, la princesa; y cuando la música cesa, suenan aplausos en la cabina de control. Nancy sonríe y su padre chasquea los dedos y dice, sacudiendo un el pie:
—¡Ooba-deeba-boobe-do!
Entonces Sinatra llama a uno de sus hombres:
—Eh, Sarge, ¿crees que me podría tomar media tacita de café?
Sarge Weiss, que estaba oyendo la música, se levanta lentamente.
—No quería despertarte, Sarge —le dice Sinatra, con una sonrisa.
Luego Sarge aparece con el café y Sinatra lo mira, lo olfatea y anuncia:
—Pensaba que él me iba a contemplar, pero miren: ¡café de verdad!
Hay más sonrisas y ya la orquesta se prepara para el siguiente número. Y una hora después todo ha terminado.
Los músicos guardan los instrumentos en sus estuches, toman sus abrigos y empiezan a desfilar por la salida, dándole las buenas noches a Sinatra. Él los conoce a todos por su nombre, sabe mucho de su vida personal, desde sus días de solteros hasta sus divorcios, con todos sus altibajos, tal como ellos saben de él. Cuando un trompa, un italiano bajito llamado Vincent DeRosa, que ha tocado con Sinatra desde los días del Hit Parade radial de los cigarrillos Lucky Strike, pasaba a un lado, Sinatra alargó el brazo y lo detuvo por un momento.
—Vicenzo —le dijo Sinatra—, ¿cómo está tu niñita?
—Está muy bien, Frank.
—Oh, ya no es una niñita —se corrigió Sinatra—: ahora es una niña grande.
—Sí, ahora va a la universidad. USC.
—Fantástico.
—También tiene un poquito de talento, creo yo, Frank, como cantante.
Sinatra calló por un instante y luego dijo:
—Sí, pero más le conviene educarse primero, Vicenzo.
Vincent DeRosa asintió:
—Sí, Frank —y agregó—: Bueno, buenas noches, Frank.
—Buenas noches, Vicenzo.
Cuando se hubieron ido todos los músicos Sinatra salió de la sala de grabación y se unió a sus amigos en el corredor. Pensaba salir a tomarse unos tragos con Drysdale, Wininger y otros pocos amigos, pero primero fue hasta el otro extremo del corredor a despedirse de Nancy, que había ido por su abrigo y tenía planeado irse a casa conduciendo su propio coche.
Después de besarla en la mejilla Sinatra corrió a unirse con sus amigos en la puerta. Pero antes de que Nancy pudiera salir del estudio, uno de los hombres de Sinatra, Al Silvani, un antiguo manager de boxeo profesional, se le unió.
—¿Ya estás lista para salir, Nancy?
—Oh, gracias, Al —dijo ella—, pero así estaré bien.
—Órdenes del Papa —dijo Silvani, alzando las palmas de las manos.
Sólo cuando Nancy le señaló a dos amigos suyos que la iban a escoltar a casa, y sólo después de que Silvani los identificó como amigos, el hombre se marchó.
El resto del mes fue soleado y cálido. La sesión de grabación había salido de maravillas, la película estaba terminada, los programas de televisión habían quedado atrás, y ahora Sinatra iba en su Ghia rumbo a su oficina para empezar a coordinar sus más recientes proyectos. En los próximos meses tenía una presentación en The Sands, una nueva película de espías titulada The Naked Runner que sería filmada en Inglaterra y la grabación de un par de álbumes. Y dentro de una semana cumpliría cincuenta años.
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