Kirk Douglas cumple 103 augustos años y los cofrades de la pantalla grande, enganchados a las batallitas de un tiempo perdido, levantamos la copa y brindamos por su legado. Hijo de un ropavejero ruso, padre de otro mito por derecho propio, aunque menor si los comparamos, su masculinidad imparable, su inteligencia, su carisma, su potencia, su aura, arrasaban a cualquiera que osara acompañarle. Estaba en posesión de eso que Keith Richards, otro indestructible, ha definido como «the shining», el brillo. Una cualidad complicada de describir pero inconfundible cuando en la pantalla o el escenario asoman tipos tocados por los dioses, capaces de electrizar a millones con apenas sonreír y dueños de un brillo, un capacidad de convicción y un lustre inigualables. Lillian Gish, Humphrey Bogart, John Wayne, Lauren Bacall, James Stewart, Katharine Hepburn, Marlon Brando, Barbara Stanwyck, Gregory Peck, Henry Fonda y Marilyn Monroe, por citar a algunos de sus pares, también destilaban un brillo que hoy encuentro con mucha más dificultad. Actores de otro tiempo, de otra pasta, de cuando el sistema de los grandes estudios, aunque a menudo castrador y semi-esclavista, trabajaba con la mirada puesta en el público adulto. En el caso de Douglas, el hoyuelo más legendario de la historia, la sonrisa en cinemascope, encarnó como nadie todos los matices y todos los claroscuros de la condición humana. Repasar la lista de directores que lo tuvieron a sus órdenes es transcribir la enciclopedia con lo mejor del siglo XX. No faltan ni Billy Wilder, aquel «Gran carnaval» que anticipó las toxinas futuras de la sociedad del espectáculo, ni Stanley Kubrick, con el que protagonizó una de las dos o tres mejores películas del fotógrafo metido a director obsesivo y genial, o sea, «Espartaco». Una fábula histórica, un péplum revolucionario que sirvió además para sacar de las tinieblas a su autor, el guionista Dalton Trumbo, estigmatizado y perseguido por el escuadrón de locas vengativas y borrachas a los mandos del anticomunismo y la fiebre de la caza de brujas. Imposible olvidar de paso la monumental, oscura, turbadora, romántica, desesperada y bellísima «Retorno al pasado», del inolvidable Jacques Tourneur, mano a mano con otro gigante, Robert Mitchum. Sí, sabíamos que el cine no sobreviviría en la matriz de la sala oscura, que en Hollywood solo hay hueco para unas franquicias de marcianitos reciclados, pero resta el consuelo, y la apabullante filmografía, de un histrión a veces adorable y otras inquietante, siempre creíble, siempre magnético. Como Norma Desmond pero en plena posesión de su abrasadora lucidez, Douglas podría afirmar que fue grande hasta el último día. Son las películas las que se han hecho pequeñas.
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