Frank Sinatra en el Royal Festival Hall de Londres (1970): una noche mágica entre la realeza y la música. Por Carlos Garcés.
Frank Sinatra en el Royal Festival Hall de Londres (1970): una noche mágica entre la realeza y la música. Por Carlos Garcés.
Hay momentos que trascienden el tiempo, conciertos que no solo se escuchan, sino que se graban en la memoria emocional de quien los vive o revive una y otra vez. Uno de esos momentos ocurrió en 1970, en el emblemático Royal Festival Hall de Londres, cuando Frank Sinatra, en plena madurez artística, ofreció un recital inolvidable ante un auditorio lleno de elegancia, historia… y realeza.
La velada fue presentada nada menos que por Su Alteza Serenísima la Princesa Grace de Mónaco, la inolvidable Grace Kelly, actriz convertida en princesa, símbolo de belleza y sofisticación, que mantenía una relación cordial y de admiración mutua con el propio Sinatra desde su etapa en Hollywood. Aquella noche, Grace no solo fue anfitriona, sino también testigo privilegiada de una de las actuaciones más serenas y refinadas del artista.
Contrariamente a lo que algunas fuentes secundarias mencionan, Don Costa, el brillante arreglista responsable de obras como “Sinatra and Strings” o “My Way”, no estuvo presente dirigiendo la orquesta en este concierto. Es un error común, repetido incluso en publicaciones bien intencionadas, pero inexacto.
La dirección musical corrió a cargo de su inseparable Mr. Bill Miller, pianista de confianza y director musical de muchos años, quien aquella noche no solo acompañó a Sinatra desde el teclado, como era habitual, sino que también dirigió la orquesta con sobriedad y complicidad artística, confirmando una vez más su papel esencial en la arquitectura sonora del crooner.
Este concierto televisado mostró a Sinatra en un momento de introspección y maestría vocal. El repertorio, elegante y perfectamente elegido, alternaba clásicos de su cancionero con baladas emocionales, interpretadas con una mezcla de contención, melancolía y oficio depurado. No era el Sinatra impetuoso de los años 50 ni el provocador de los 60: era el Frank Sinatra íntimo, profundo, en plena comunión con su público europeo.
Para quienes, como yo, hemos visto este concierto completo en varias ocasiones, no solo es evidente la ausencia de Don Costa, sino también la importancia visual y musical de Mr. Bill Miller, cuyo rol fue fundamental en la ambientación sobria y a la vez cálida del espectáculo. Este tipo de precisión es importante, no por pedantería, sino porque forma parte de esa cultura musical sin fisuras que algunos intentamos preservar y transmitir.
Porque cuando hablamos de Sinatra, no hablamos solo de canciones. Hablamos de una forma de entender el arte, la elegancia, el respeto por el escenario y por el público. Hablamos de verdad. Y en esa verdad, hasta el más pequeño detalle, como quién dirigió la orquesta en tal noche, tiene su importancia.
Aquella noche de 1970 en Londres no fue solo un concierto. Fue una declaración de intenciones. Sinatra estaba allí no para deslumbrar, sino para confirmar que seguía siendo el mejor en lo que hacía: emocionar con una sola nota, una sola palabra, una sola mirada. Y nosotros, los que seguimos soñando con su música, estamos aquí para recordarlo.
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