Hay pasiones que no se explican, solo se viven. La mía por Frank Sinatra nació hace cinco décadas, lo he explicado muchas veces, y lejos de apagarse con el tiempo, ha crecido.
En un mundo que parece haber perdido el oído para la elegancia, la emoción y la voz con alma, confieso sin rubor mi condición de Sinatrista. Este no es solo un homenaje, sino un acto de resistencia y rebeldía cultural. Y, sobre todo, un testimonio personal.
Ser Sinatrista hoy no es una moda. No es nostalgia barata ni un capricho estético. Es, más bien, una forma de estar en el mundo, de vivir y de entender la vida. Una manera de mirar con respeto el pasado sin encerrarse en él. Es amar una voz, sí, pero también una ética. Un modo de vivir la música, la elegancia, la emoción contenida, la rebeldía digna. Ser Sinatrista es creer que todavía hay lugar para la clase, la voz que acaricia, el fraseo que respira con el alma.
Frank Sinatra no fue un ídolo más. Fue y sigue siendo una presencia. Para quienes lo amamos, su voz no suena a viejo; suena a verdadero. Nos acompaña en la soledad, en la melancolía, en el amor, en el fracaso, en el éxito, en la esperanza. Cuando el mundo moderno nos abruma con prisas, vulgaridad y ruido, el Sinatrista enciende un vinilo, se sirve una copa con respeto, y escucha. Escucha de verdad.
Muchos no entenderán esta fidelidad. Algunos la mirarán con condescendencia, como si fuera una excentricidad de otro tiempo. No importa. Los Sinatristas no necesitamos aprobación. Nos basta con saber que, al otro lado del mundo, hay otros que también cierran los ojos cuando suena “In the Wee Small Hours of the Morning”, o que sienten un escalofrío cuando arranca “I've Got You Under My Skin” con el arreglo de Riddle. Esa complicidad silenciosa vale más que mil likes.
Yo soy Sinatrista. Lo fui, lo soy y lo seré hasta que muera. No porque me aferre al pasado, sino porque hay cosas que no deben olvidarse. Porque la voz de Sinatra no solo nos recuerda quiénes fuimos, sino quiénes aún podemos ser.
Comentarios
Publicar un comentario